miércoles, 18 de febrero de 2009

Miércoles, 18 de Febrero

De nuevo quince kilómetros de carrera continua a buen ritmo y con muy buenas sensaciones en todas las partes motrices de mi cuerpo; sesenta minutos de bicileta estática por la mañana antes de ir a trabajar como cualquier hijo de vecino. El entreno combinado de pedalear y correr parece ser que me está resultando bastante beneficioso. No sé cómo ni por qué ni de qué manera puede influir en mi forma física, pero la verdad es que lo noto, lo siento, lo intuyo, me siento mucho mejor que el año pasado cuando no hacía bicicleta y solo corría. Es como si de repente se me hubieran expandido los pulmones y tuviera más capacidad para respirar, como si los músculos de mis piernas hubieran adquirido mayor resistencia y agilidad y como si todo yo fuera más rápido y más consistente y menos pesado. Son las once menos diez de la noche, se me cierran los ojos, mañana tenemos dos series de cinco mil metros, ya veremos cómo responden los cuerpos, la semana que viene ya hemos de bajar el volumen de kilómetros, sólo quedará esperar, Airemi está cada día más atractiva y más dentro de mi piel; estoy muy acostumbrado a ella; hoy por hoy se me hace muy difícil imaginar mis días sin ella, es como el centro de mi gravedad, el motor que me mueve, la energía que necesito para seguir tirando, el faro que me ilumina en medio de la noche, la cara que quiero ver todas las mañanas al despertarme, el cuerpo que deseo acariciar con la superficie de mis manos, la estrella que siempre está encendida para mí y que me sirve para no perderme y orientarme en todo momento; es como la tinta para el bolígrafo; dependo de ella y me gusta sentir esa sensación de necesitarla, de querer estar constantemente a su lado, cogiéndole la mano, mirándola, escuchando lo que me dice, lo que me cuenta, lo que me explica, lo que me mira con esos ojos en los que me hundo y me pierdo y no quiero dejar de mirarlos porque dentro de sus ojos están los míos y estoy yo y más allá de ella y de mí estamos los dos y eso es lo único que cuenta, lo único que realmente vale la pena en este mundo y en este preciso instante de mi vida. Según sus propias palabras, Manuel Tintoré apenas tiene recuerdos de su infancia. Sus primeros diez años son como una especie de película velada en la que no hay registrada ninguna imagen.

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